Capítulo 4: Hospedajes.


Hay un tipo de hospedaje que no se encuentra en ninguna página de internet. Lugares donde se puede pasar una cómoda y agradable noche sin requerir de hacer check in, mucama o mucho menos una llave de habitación. Gracias a Florencia y Julián tengo el gusto de conocer a la Casa de Martha.

Construcción de dos pisos donde en su planta baja funciona un hostal sin letrero donde sus huéspedes llegan gracias a las indicaciones que se dan en el boca a boca o porque antes han estado aquí. Cuatro habitaciones con dos camas cada uno, colchones en la sala, cocina comunitaria, televisión por cable, una mesita con cuatro sillas en medio de la sala, un baño con agua caliente, Wi-Fi y una pila para lavar ropa. Todo esto por el módico precio de 2.5 dólares ¡Dos cincuenta!

—Las habitaciones están vacías —me indica Florencia señalando— esa es la nuestra, y en la de acá está el parcero.

Julián se ríe en esta última parte y mientras camina hacia su habitación agrega: “Ya verás cuando conozcas al parcero” y entra en el baño. Florencia arregla unas cosas en la cocina mientras me cuenta sobre un incidente que ha sucedido y tiene mal a la dueña de la casa.

—Eran dos amigos. Uno se metió en problemas con la policía —agarró una olla y lleno con agua—. El otro andaba medio raro, le pidió prestada la computadora al hijo de la señora y en la madrugada se fue con la misma.

Puso el agua a calentar y se retiró. Con mis cosas aun sobre mis cuestas fui a revisar los cuartos sobrantes. El primero tenía dos camas de una plaza y media. Las paredes eran amarillas y estaban sopladas por la humedad, una mesa de noche barnizada con cenizas de cigarrillo. En el suelo yacían un par de zapatos rojos y un bolso abierto sobre una de las camas. Me dijeron que estaba vacío ¿Por qué había equipaje entonces? Florencia me explicó después que era el equipaje de los fugitivos. Lo interesante estaba en que solo había ropa de bebé.

Continúe hacia el siguiente cuarto. Una cama de una plaza, otra de dos y una ventana con los vidrios cubiertos de cartón. Coloqué  mis cosas en la cama de una plaza, me quite los zapatos y quedé unos segundos mirando las letras de uno de los retazos de la ventana.

Aquí estoy dando mis primeros pasos en este camino de incertidumbre. Así debe sentirse un niño cuando deja el suelo y al pararse crece su horizonte. Aunque veo más lejos de los que veía gateando, aun no puedo lanzarme a correr, a mis pasos le falta la firmeza de la experiencia.

Aquí estoy en Baños, conocí a dos personas que me han puesto las cosas sobre la mesa explicándome a ciencia cierta qué es esto de ser Mochilero. Las reglas de juego son distintas a la estadía a la que estoy acostumbrado. Ya no estoy sometido al horario de lunes a viernes y de viernes a domingo. Madre, algún día llegaras a entender el porqué de tan osada decisión. Sé que no hay una justificación valida ante los ojos de la lógica pero tal vez mi lógica no pertenece a esta dimensión. Ahora aprendo nuevamente a caminar, un paso a la vez mientras avanzó a aquella meta intangible.

Concluida la cena que compartimos los tres huéspedes presentes aparece Martha con un cuadernito bajo el brazo. Mi presentación es corta luego de la cancelación de la noche, Florencia comenta con Martha sobre lo sucedido. Martha es una señora de unos cincuenta años, algo gorda uniformemente. Su rostro parece cargar una pena que oculta detrás una forzada sonrisa. No agrega mucho sobre el hurto más que ya hizo la denuncia en la policía. Finalmente se retira preguntando por el parcero.
Ciudad de Baños

Florencia y Julián me invitan unos mates en su habitación.
Ellos gustan de la privacidad por lo que su habitación la tienen bajo llave. Lo primero que noto son sus clavas y sus mochilas grandes. Me siento en el suelo y conversamos un poco sobre la vida. Conozco el mate y me dan una breve reseña de él. 

La explicación es breve: te lo tomas todo y con cuidado.

--Hay gente que lo toma amargo, nosotros gustamos dulce —comenta Julián poniendo azúcar sobre la yerba.  

Florencia prende un fino. Le da unas profundas bocanadas y luego de unos instantes sin cortar nunca el hilo de la conversación extiende hacia mí el brazo.

--¿Fumas?

--No.

--Es un hábito que vas a agarrar en el viaje —le alcanza el fino a Julián—. Nosotros lo hacemos aquí en la habitación. No tiene sentido meterse en problemas prendiendo uno en la calle o querer pasarse de listo. Lo hacemos solo en las noches para relajarnos y perder un poco el estrés, no para ponernos tontos.

El mate llega a mí y lo tomo de un solo.

--¡Carajos! Está caliente.

Nos reímos. Así concluye mi primera noche de este periplo. Un mate a la salud de muchas noches más.

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