Capítulo 10: El americano.
Caminando junto al cauce del río llegamos a
aquella casona colonial que nos habían recomendado. Entramos por un pobremente iluminado
pasillo hasta esa barra que hacía las veces de recepción. Un anciano gordo con
el cabello totalmente blanqueado nos recibió. Su rostro tenía dibujada una
expresión dolida, fría y distante. Nos saludó a secas mostrando un carácter hostil
de autoridad.
--Le pagamos a la noche.
Su rostro no se inmuto en lo más mínimo,
ninguna mueca de aprobación o negación se le formó. Debe estar acostumbrado a
nosotros. Frente a él deben haber pasado tantos que no somos más que una gota
en el océano de todos sus huéspedes. Frente a esta barra han de haber pasado
vendedores ambulantes, mendigos de semáforos y aceras, ex convictos en proceso
de rehabilitación con la salida negada del país, artesanos con o sin rastas, malabaristas,
músicos, gente que va y viene dándole vueltas al mundo sin parar en la nómada
vida de “rodar y rodar”. ¿Qué no habrá visto ya? Es alguien que quizá ya nada
lo sorprenda.
De todos aquellos que pasaron frente a esta
barra café con una vitrina llena de papel higiénico, de cada uno que alguna vez
pasó la noche aquí ¿se habrá parado alguna vez frente a este rostro impávido un
poeta? Dudo que sepa cuando uno le arrienda una habitación, podemos
confundirnos como otro ente más que deambula por la vida. Vamos en silencio por
allí viendo cosas que a veces se ocultan a la luz, melancólicos en la sonrisa
alegre. Al fin y al cabo todos tenemos un poco de esa enfermedad de la poesía
porque con las palabras podemos abrumar al silencio e intentar aferrarnos con
versos a las incesantes horas que van a perderse en el infinito baúl del
pasado. Claro que ya pasaron poetas por aquí, otros tantos poetas que al igual
que yo no son nada más que otra gota en este mar.
Nos entrega la llave y nos envía por las escaleras
y pasillos de madera que aún conservan una esencia con tintes de antigüedad. Un
patio central es el corazón del Americano, corazón protegido de los pasillos
que se erigen a su alrededor llegando a un techo de barras y telarañas.
La habitación olía a la madera del suelo,
ventilada por las puertas abiertas de un pequeño balcón. Dos camas, una mesa
con un televisor sin antena y una puerta que no da a ninguna parte. Lugar perfecto
para hacer volar la imaginación un momento, para delirar con el pecado del
aburrimiento mientras tejemos un futuro desmembrado. Una habitación sencilla
que entrega los suficientes detalles para perderse un momento en la artificiosa
tarea de la descripción ¡No! Hay una habitación que pagar y como entramos,
salimos directo a la ciudad a “retacar” con el apuro de la necesidad.
Las bancas que están frente a la iglesia están
llenas. Personas conversan sobre el borde de la fuente y en las escalinatas. Voy
de persona en persona, converso y entrego un poco de mis versos. Ahora en mis
manos tengo un poema de mi autoría escrito hace unas noches en Cuenca, ese
acompañado de un poema improvisado se convierte en mi performance.
La noche fue testigo amarga
Del silencio de que dejó tu adiós
De las gotas que inundó mi alma
De la partitura que no se tocó.
Tus manos de pulidos diamantes
Acariciaron a mi sórdido ser;
Necesitado del vano placer,
Excitados de falso querer.
Clavaste tus filosas garras,
Reviviste a mi vano ser
Con la divina esperanza del amor…
Ahora el dolor me es ingrato
Al ver tus besos desvanecerse
Y solo, me queda agradecerte
Haberme enseñado a amar nuevamente.
Me desplazó a la plaza de San Sebastián donde
su torre con reloj tiene en su base las inscripciones de aquellos que no se
quisieron doblegar ante la espada y la afrenta.
Mientras más camino, voy perdiendo el miedo a
rechazo y sin darme cuenta mejoro mi modulación. Loja me entrega un nuevo
elemento para mi mochila: confianza.
Llegué con la presión de alcanzar cinco dólares
pero una hora es más que suficiente para hacer un poco más del doble; y es allí
cuando empiezo a disfrutar más de lo que hago, cuando me doy más tiempo para
hablar, para escuchar, para aprender. A aquella chica que pintaba, a aquellos
que les improvisé sobre animales, a la gente sobre la escalinata, aquella
pareja con regalo en mano, y muchos más que olvido y recuerdo fugazmente,
gracias a su apoyo que alimentó mis ganas de seguir y formó totalmente en mí la
convicción de ser capaz de viajar de esta manera. Espectadores con nombre y
apellidos a quienes les repito y recalco las infinitas gracias.
El mismo anciano aguarda sobre su banco. Nos
vuelve a mirar con su rostro duro.
--Me trajeron a pagar— dice a secas y dobla
su periódico.
Ponemos nuestros sueltos sobre la barra y
frente a una mirada celosa y desconfiada, contamos. Lanza las monedas en una
caja metálica.
--Esperen—
Alcanza un rollo de papel higiénico de la
vitrina, nos lo entrega y concluye con una sonrisa sencilla pero convincente: “Por
portarse bien.”
Comentarios
Publicar un comentario