Capítulo 8: Mangueo.
He vuelto a la casa temprano. Los días están
feos para trabajar en la calle, la lluvia aparece a cada instante y se prolonga
por horas.
Todos están pegados al televisor sin mucha
esperanza que escampe. El día gris mantiene a todos pusilánimes viendo las horas
pasar. La novedad ha sido que David, el parcero, se ha intoxicado de tanto
beber aguardiente. Todo el día acostado en su colchón con un balde a su lado y quejidos
constantes. Le han ayudado con algunas infusiones y se niega a tomar pastillas.
Se resiste también de ir a un hospital.
--No voy a ir. Prefiero sufrir aquí a que me
inyecten allá.
Se lo deja solo en su penuria. De cuando en
cuando alguien sube a socorrerlo.
--Che, a la noche no llegás—bromea alguien al
verlo.
De repente alguien grita en la sala “hace
hambre” y “el negro” de un salto se pone de pie y saca una bolsa de mercado de
la cocina.
--Yo voy.
Durante los días que he estado aquí, comida
siempre ha habido. En el almuerzo hubo un caldo con arroz en ollas comunales
donde nos alimentamos alrededor de 20 “vagos”. Siento vergüenza porque no me
cuadra esto de comer gratis pero también tengo curiosidad porque algún secreto
ha de haber detrás de todo esto y creo que “el negro” puede brindarme una
respuesta.
--¿Te puedo acompañar?— pregunto al
alcanzarlo en la escalera—. Quiero saber qué es lo que hacen.
--Todos los días son una oportunidad para
aprender.
Caminamos hasta uno de los tres mercados de
la ciudad casi siendo las cinco de la tarde. A esa hora son pocos los puestos
aún abiertos pero decididos a cumplir nuestra misión nos adentramos entre las
verduras y frutas que aún se exhibían, las escobas barriendo la espuma del
detergente, la fonda lavando sus grandes peroles, las carnicerías cerrando sus
congeladores y uno que otro ser que deambulaba tratando de alcanzar la última
compra del día.
Yendo por el pasillo “el negro” volteó a
verme mostrándome la bolsa.
--Diariamente se desperdicia mucha comida que
termina en la basura, esa papaya muy madura o ese tomate picado que nadie va a
comprar nos lo entregan: eso se llama manguear.
Al llegar una casera nos llamó
inmediatamente.
--Pueden ayudarle a la señito.
Una señora tenía dos cajones que no podía
llevar sola, le llevamos las compras hasta el carro y nos contribuyó a la
causa.
Yo paso desapercibido como uno más pero él
tiene algo característico que lo delata: sus rastas. La gente de éste mercado
¿cuantos años ha de llevar aquí viendo ir y venir a tanta gente con estos
cabellos que llega de la forma más humilde posible que le brinden esa fruta que
nadie comprara, esa verdura que ya se pasó, esos retazos de carne o lo que
quiera brindar de buen corazón para hacer una comida en la casa con toda la
banda de gente?
Poco a poco la bolsa se va llenando y yo
mismo me atrevo a encarar a las personas con palabras cortas y una sonrisa en
el rostro. Hay negativas y personas que se hacen las desentendidas pero son
aquellas que dicen que “espere un momento” o “ya le entrego” las que hacen que
se llene la bolsa. Hay incluso hasta personas que nos llaman para entregarnos
su contribución ya sea funda de caldo, menestra o arroz.
Salimos con la bolsa del mercado completa y
otra más.
“El negro” es malabarista que viaja hasta que
su pasaporte caduque, no tiene ningún apuro más que disfrutar cada instante. Yo
aún soy algo ansioso, quizá es porque estoy iniciando pero siento que cuando
sea de quedarme largo tiempo en un lugar lo sabré mientras tanto sólo toca
seguir.
Llegada la noche nuevamente la comida fluye
por la mesa y todos aquellos que quieran, se acercan por su parte. Tal vez no
sea un plato completo o una porción desproporcionada pero nadie se queda con
hambre y eso es lo más importante.
Uno se llena más cuando comparte.
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