Puerto Rico (Parte 1)
La noche me sorprendió con la carpa oculta entre arboles pequeños. Dormir
en dos o tres lugares en la misma noche se ha vuelto rutina cuando se está en
la intemperie de un parque o plaza. Recojo mis cosas en un santiamén y me
dirijo hacia una cubierta cercana que me proteja de la lluvia sonámbula. Mis
horas de descanso bajo las telas húmedas hasta el temprano amanecer son pocas
pero alivian la carga del día pasado.
En la mañana anterior emprendí la caminata desde Montecarlo hasta Garuhape
acompañado de un esporádico compañero de ruta. La caminata ha sido inclemente
con un sol agotador sobre un asfalto de escasas sombras. Este hombre que me
acompaña no se detiene de hablar, se dice y se contradice cada dos segundos y
confiesa sus crímenes de robo a tiendas y mercados. Las historia de la cicatriz
en su brazo, el amor a sus hijos, los recuerdos de la infancia en su villa, el
hambre culposa de sus padres, la necesidad de hacer algo mal visto y su
purificación con su viaje. “¿Viste a la alemana? Una noche más y seguro caía”
hablaba sin cesar mientras atravesábamos estas carreteras
no-aptas-para-caminantes-como-yo de subidas y bajadas constantes, autos a
ciento y pico por hora que hacen caso omiso a la ayuda que reclama el dedo
pulgar.
Este hombre que me acompaña de momentos me pregunta dónde voy, camino sin
pensar mucho en el dolor de mis hombros, respondo sin retraimientos, piensa.
Sus cavilaciones las dice en voz baja, ya piensa en el verano estando aun en
pleno septiembre, piensa en Uruguay, en la playas y hasta en poder terminar
pescando una mujer con quien pasar el tiempo de sol frente al mar sobre la
arena. Luego se retracta, sus hijos van primero y luego verá que hace, me pide
disculpas por dejarme solo pero quiere ver a sus hijos y abrazarlos
fuertemente, saludarlos, tratar de enmendar sus errores así sea por escasas
horas y después seguir como siempre ha sido. No han pasada ni diez minutos
desde el pensamiento anterior y ya está creando sus planes para el verano en
Uruguay.
Una compañera del camino. |
Avanzamos un poco más de la ruta doce hasta el ya mencionado pueblo de Garuhape.
Es un nombre en guaraní que significa
lluvia fina. Llegar me quita un gran peso de encima: el de mi mochila. Garuhpe
ha sentido sobre su suelo mis pies fatigados, mis hombros desechos, mi cuerpo
hecho añicos de cuarenta kilómetros obligatorios. Ya fue, ahora sobre el césped
de la plaza ya no importa haber caminado tanto, aquí estoy en un punto del mapa,
en un nuevo lugar a la lista de lugares del periplo, un punto de transición y
respiro disfrutando del momento.
Unos tipos se nos acercan, nos preguntan cosas y nos comparten cosas. Mi
condición me permite aceptar pero por cuestiones de seguridad junto a la no tan
agradable pero necesaria compañía de quien camino conmigo los mismos 40 kilómetros
rechazo. Esa compañía insiste que arme la carpa para dormir, mi carpa. Con el
silencio lo mando al carajo, es mi carpa y yo decido cuando la armo, donde la
armo y demás. Calla la maldita boca un segundo ¿tanto has consumido que se te
quemó la cabeza? Deja de quebrar la paciencia y vete para la mismísima puta que
hasta aquí seguimos juntos. No me jodas más.
Eso fue lo que dijo mi silencio, hasta mis pensamientos están agotados pero
eso no les impide preparar esta retahíla expresada con un contundente
movimiento de la mano.
Y la mañana llega.
Mis posibilidades son pocas y limitadas en este pueblo de pocas calles y casas de rejas con cámaras de seguridad apuntando hacia todos lados. Y
más adelante ¿Qué hay? ¿Alguna oportunidad que supere el retaque? ¿Alguna plaza
llena de gente donde compartir poesía? ¿Qué hay más allá de la obligación de
seguir? Imposible saber en este interminable viaje de dudas donde cada paso
temerario asume la responsabilidad de ser un error pero quedarse es peor y por
ello me voy al siguiente pueblo.
Puerto Rico, como la isla del Caribe, como una playa de Manabí, como muchas
otras cosas más que desconozco. En bus directo para llegar completo. Demografía
inconexa, no centro definido pero si una gran gasolinera en la entrada y calles
pequeñas, cortas que terminan en cualquier recodo que te trae de vuelta a la
calle principal. El cansancio me mira desafiante. No puedo ir lejos, no puedo
caminar tanto, no puedo hacer mucho más que comprar un paquete de galletas y
alguna gaseosa pero ¿dónde? Son las dos de la tarde y absolutamente todos los
quioscos, el banco, la tienda de electrodomésticos, los restaurantes y cualquier
cosa en general está cerrado ¿acaso es un pueblo fantasma? ¿Dónde están todos
justo ahora que el hambre ataca con firmeza? Nadie en la calles, nadie deambula
¿Qué carajos pasa?
Sentado en una banca del parque junto a la estación de buses el tiempo se
sigue dilatando hasta que oigo una puerta enrollable subir y un grito
acompañado de la bocina de un carro. Volteo a ver, un quiosco ha abierto.
—Buenas ¿tiene galletitas?—digo al llegar. El señor de la tienda es moreno,
alto, de hombros anchos y usa lentes. Me presenta animado los tipos de galletas
que tiene, continúa con los alfajores y cerramos trato.
—Che ¿en qué andás?
Alejandro de cincuenta años –no está viejo— es el propietario del quiosco El
porteño. Al verme con mi mochila entabla la conversación sobre mi procedencia,
sobre cómo le hago para sobrevivir y esas cosas que toma con gracia y sorpresa.
La gente al pasar por el lugar se acerca, lo conocen y me presenta como un loco
poniendo detalles en mi historia que me parecen irreales por ser la primera vez
que lo escucho en boca de otra persona pero luego de un breve análisis llego a
la conclusión que si estoy loco, un poco al menos pero ¿Quién no lo está?
Luego aparece Orozco, el dentista vecino que me mira con asombro y se ríe
al escuchar la descripción del tío sobre mí. Conversamos y conversamos, prepara
el tereré y me regala un litro de refresco.
Entonces llega un señor mayor al que si pudiera calificarlo de viejo si se
me preguntase. Se sienta en una silla y se saluda con Alejandro de forma
afectuosa. Habla despacio pero muy claro. El tío le hace referencia sobre como
menciono ciertas cosas.
—¿Cómo le dicen al ananá?—me pregunta.
—Piña— respondo.
—¿Y a la palta?
—Aguacate.
La respuesta circula lentamente en la distancia que nos separa. Su mirada
es meditativa como si estuviese analizando la evidencia antes de ejecutar un
veredicto.
—Por eso están como están. Ni el nombre de las cosas saben.
La gente sigue pasando, algunos saludan y otros llegan a comprar y la tarde pasa.
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