Puerto Rico (Parte 1)


Caminando por la Ruta 12 (Argentina)

La noche me sorprendió con la carpa oculta entre arboles pequeños. Dormir en dos o tres lugares en la misma noche se ha vuelto rutina cuando se está en la intemperie de un parque o plaza. Recojo mis cosas en un santiamén y me dirijo hacia una cubierta cercana que me proteja de la lluvia sonámbula. Mis horas de descanso bajo las telas húmedas hasta el temprano amanecer son pocas pero alivian la carga del día pasado.

En la mañana anterior emprendí la caminata desde Montecarlo hasta Garuhape acompañado de un esporádico compañero de ruta. La caminata ha sido inclemente con un sol agotador sobre un asfalto de escasas sombras. Este hombre que me acompaña no se detiene de hablar, se dice y se contradice cada dos segundos y confiesa sus crímenes de robo a tiendas y mercados. Las historia de la cicatriz en su brazo, el amor a sus hijos, los recuerdos de la infancia en su villa, el hambre culposa de sus padres, la necesidad de hacer algo mal visto y su purificación con su viaje. “¿Viste a la alemana? Una noche más y seguro caía” hablaba sin cesar mientras atravesábamos estas carreteras no-aptas-para-caminantes-como-yo de subidas y bajadas constantes, autos a ciento y pico por hora que hacen caso omiso a la ayuda que reclama el dedo pulgar.

Este hombre que me acompaña de momentos me pregunta dónde voy, camino sin pensar mucho en el dolor de mis hombros, respondo sin retraimientos, piensa. Sus cavilaciones las dice en voz baja, ya piensa en el verano estando aun en pleno septiembre, piensa en Uruguay, en la playas y hasta en poder terminar pescando una mujer con quien pasar el tiempo de sol frente al mar sobre la arena. Luego se retracta, sus hijos van primero y luego verá que hace, me pide disculpas por dejarme solo pero quiere ver a sus hijos y abrazarlos fuertemente, saludarlos, tratar de enmendar sus errores así sea por escasas horas y después seguir como siempre ha sido. No han pasada ni diez minutos desde el pensamiento anterior y ya está creando sus planes para el verano en Uruguay.

Una compañera del camino.
Recorremos 40 kilómetros con alguna fruta de un puesto en la ruta, la negativa de los camiones por su sistema de seguridad satelital que le impide llevarnos, el desinterés de  la gente, la cerveza de la ocho de la mañana auspiciadas por los turistas de la noche anterior debajo de un poste de luz y la policía de las doce de la noche y una casa al final del camino esperándonos con agua fresca. Recupero el aliento, mi erosionada garganta vuelve a tener secreciones salivales, el joven que nos brinda el agua ve nuestro rostro de agotamiento y no se resigna en darnos lo que le pedimos, nos da más: un pedazo de bizcochuelo.

Avanzamos un poco más de la ruta doce hasta el ya mencionado pueblo de Garuhape. Es un nombre en guaraní que significa lluvia fina. Llegar me quita un gran peso de encima: el de mi mochila. Garuhpe ha sentido sobre su suelo mis pies fatigados, mis hombros desechos, mi cuerpo hecho añicos de cuarenta kilómetros obligatorios. Ya fue, ahora sobre el césped de la plaza ya no importa haber caminado tanto, aquí estoy en un punto del mapa, en un nuevo lugar a la lista de lugares del periplo, un punto de transición y respiro disfrutando del momento.

Unos tipos se nos acercan, nos preguntan cosas y nos comparten cosas. Mi condición me permite aceptar pero por cuestiones de seguridad junto a la no tan agradable pero necesaria compañía de quien camino conmigo los mismos 40 kilómetros rechazo. Esa compañía insiste que arme la carpa para dormir, mi carpa. Con el silencio lo mando al carajo, es mi carpa y yo decido cuando la armo, donde la armo y demás. Calla la maldita boca un segundo ¿tanto has consumido que se te quemó la cabeza? Deja de quebrar la paciencia y vete para la mismísima puta que hasta aquí seguimos juntos. No me jodas más.

Eso fue lo que dijo mi silencio, hasta mis pensamientos están agotados pero eso no les impide preparar esta retahíla expresada con un contundente movimiento de la mano.

Y la mañana llega.

Mis posibilidades son pocas y limitadas en este pueblo de pocas calles y casas de rejas con cámaras de seguridad apuntando hacia todos lados. Y más adelante ¿Qué hay? ¿Alguna oportunidad que supere el retaque? ¿Alguna plaza llena de gente donde compartir poesía? ¿Qué hay más allá de la obligación de seguir? Imposible saber en este interminable viaje de dudas donde cada paso temerario asume la responsabilidad de ser un error pero quedarse es peor y por ello me voy al siguiente pueblo.

Puerto Rico, como la isla del Caribe, como una playa de Manabí, como muchas otras cosas más que desconozco. En bus directo para llegar completo. Demografía inconexa, no centro definido pero si una gran gasolinera en la entrada y calles pequeñas, cortas que terminan en cualquier recodo que te trae de vuelta a la calle principal. El cansancio me mira desafiante. No puedo ir lejos, no puedo caminar tanto, no puedo hacer mucho más que comprar un paquete de galletas y alguna gaseosa pero ¿dónde? Son las dos de la tarde y absolutamente todos los quioscos, el banco, la tienda de electrodomésticos, los restaurantes y cualquier cosa en general está cerrado ¿acaso es un pueblo fantasma? ¿Dónde están todos justo ahora que el hambre ataca con firmeza? Nadie en la calles, nadie deambula ¿Qué carajos pasa?


Una plaza de Puerto Rico
Sentado en una banca del parque junto a la estación de buses el tiempo se sigue dilatando hasta que oigo una puerta enrollable subir y un grito acompañado de la bocina de un carro. Volteo a ver, un quiosco ha abierto.

—Buenas ¿tiene galletitas?—digo al llegar. El señor de la tienda es moreno, alto, de hombros anchos y usa lentes. Me presenta animado los tipos de galletas que tiene, continúa con los alfajores y cerramos trato.

—Che ¿en qué andás?

Alejandro de cincuenta años –no está viejo— es el propietario del quiosco El porteño. Al verme con mi mochila entabla la conversación sobre mi procedencia, sobre cómo le hago para sobrevivir y esas cosas que toma con gracia y sorpresa. La gente al pasar por el lugar se acerca, lo conocen y me presenta como un loco poniendo detalles en mi historia que me parecen irreales por ser la primera vez que lo escucho en boca de otra persona pero luego de un breve análisis llego a la conclusión que si estoy loco, un poco al menos pero ¿Quién no lo está?


Costanera de Puerto Rico: el río Paraná separa a Argentina de Paraguay.

Luego aparece Orozco, el dentista vecino que me mira con asombro y se ríe al escuchar la descripción del tío sobre mí. Conversamos y conversamos, prepara el tereré y me regala un litro de refresco.

Entonces llega un señor mayor al que si pudiera calificarlo de viejo si se me preguntase. Se sienta en una silla y se saluda con Alejandro de forma afectuosa. Habla despacio pero muy claro. El tío le hace referencia sobre como menciono ciertas cosas.

—¿Cómo le dicen al ananá?—me pregunta.

—Piña— respondo.

—¿Y a la palta?

—Aguacate.

La respuesta circula lentamente en la distancia que nos separa. Su mirada es meditativa como si estuviese analizando la evidencia antes de ejecutar un veredicto.

—Por eso están como están. Ni el nombre de las cosas saben.

La gente sigue pasando, algunos saludan y otros llegan a comprar y  la tarde pasa.



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