Puerto Rico (Parte 2)



El día se ha ido de a poco y ahora debo buscar un refugio para pasar la noche. Un lugar sin anónimos que puedan poner en peligro mi descanso. En ese momento cuando Alejandro me brinda algunas opciones para mi carpa aparece el Nene Benítez.

Todo pueblo tiene a su loco. Ese personaje característico que ha perdido la decencia social y vive a medios pasos de la realidad. Un elemento de infinita imaginación lleno de los más verosímiles alegatos para emprender un accionar incomprendido por el común de los mortales. Locos como Marcelo en Aregua, el Pelón de puerto Iguazú, el que pidió la piedra para hablar con el diablo en Jaén y muchos otros más que crean un realismo mágico con asfalto, adoquines y hollín.

El Nene Benítez posee todas las características para ser colocado en esta categoría y lo avala su rutina de todas las mañanas.

Pasa por una panadería donde le dan el pan de ayer, fresco aun solo que un día en el sistema internacional de calidad de pan significa basura, con su bolsa camina hasta la casa de una mujer de curvas envidiables, blanca y delicada con unos ojos azules de ensueño, hermosa y vieja pero más vieja que hermosa o tal vez solo vieja. Ella en señal de agradecimiento le permite al Nene Benítez que le chupe las tetas con sus encías desprovistas de algunas piezas dentales. En el mejor de los días si la señora está de buen humor y el pan es más fresco de lo habitual, ella permite que su proveedor de pan se masturbe frente a ella.

—¿No sabés donde puede echar carpa este pibe?—le pregunta Alejandro al Nene Benítez.
Asiente seguro de saber la respuesta. Dejo la mochila en el quiosco de Alejandro llevándome la carpa, el sleeping y el aislante.

—El lugar es perfecto. Era una cancha de futbol del club local que quedó abandonada.

Avanzamos menos de dos cuadras y llegamos. Atravesamos un breve terreno baldío, la puerta de entrada es de chapa y esta sobre un muro a unos 60 centímetros del nivel del suelo. Es una cancha de futbol sintética rodeada por la característica reja metálica y en la parte superior solo quedan retazos de lo que un día fuera la malla. Las baterías sanitarias están cubiertas de escombros, las paredes llenas de rayas primitivas que no tienen la belleza de llamarse grafiti, la cancha destrozada por piedras, los arcos oxidados y un poste de luz amarilla se erige junto a una pared dándole color a este cuadro a punto de colapsar.

El Nene Benítez se va a preparar su escondite a alguna suite en construcción. Empiezo a armar mi carpa debajo del único tejado que aún conserva lo que en su momento debió haber sido el bar. Corro el aislante y me cubro con el sleeping. Es hora de descansar.

Una entrada del club.


Una gota fugitiva. Un charco. Agua. Una gota en mi frente. Un charco. Agua. La tempestad ha llegado, las noches frías y lluviosas son constantes en esta época del año mas no me explico porque se filtra el agua por mi carpa si la arme debajo de una cubierta. Abro la carpa al apuro y la hoja de zinc que debía resguárdame esta noche, ahora flamea como bandera desde las rejas abanicando la luz del poste.

Desarmo la carpa y salgo del lugar buscando donde terminar la noche. La lluvia es desorbitante y se acompaña de relámpagos subversivos. Regreso al quiosco del porteño por refugio. La lluvia se pierde por las pendientes de las calles mientras vuelvo a armar la carpa bajo el tejado que chilla. Me acuesto empapado de sueño.


La mañana es húmeda, la madrugada para ser exacto pues creo estar en algún minuto entre las seis y las siete. Arreglo mis cosas y me voy a andar. Mis zapatillas de correa están destrozadas, la suela desecha se parte en pedazos y los cayos de mis pies pronto empiezan a sentir la suave aspereza del suelo. Los zapateros no pueden hacer mucho por mí, la pega no sirve con la humedad y ninguno de los pares que quisieron regalarme me queda. Recortes de fiambre y pan fresco de ayer consigo para el desayuno sin problemas. Desayuno con preguntas y espero.

Al llegar ayer envié solicitudes de hospedaje en couchsurfing el cual en mis siete meses de viaje no me ha sido funcional. Hoy por primera vez tengo una confirmación: Lizardo se queda. Pasado el mediodía Alejandro me lleva en su moto hasta la ruta donde esperamos a María quien me hospedará en su departamento. Al llegar, Alejandro se presenta primero y le advierte a la chica que me cuide.

—Es medio loco pero es buena gente.

María me ha recibido porque en mi mensaje escribí que viajaba haciendo poesía. Ella es amante de la literatura y las pilas de libros por todas partes son fiel evidencia de su pasión. Estudia agronomía en el instituto y trabaja en la panadería de su papá. Le cuento mi historia de viajero, parte de mis locuras y anécdotas, reímos mientras tomamos mate y me muestra en el dialogo una situación profunda de Argentina. Ahora pertenezco a este espacio geográfico, soy investigador de la vida que en ella circula y de la sociedad que la compone.

La tarde del domingo fuimos a Capiovi donde hay una pequeña cascada de unos 3 metros de altura. Nos vamos en pasola por rutas alternas para evitar cualquier control policial. Atravesamos los monocultivos de yerba mate sobre la tierra colorada de esta zona.  

Los monocultivos de Pino y Yerba Mate son comunes en la provincia de Misiones


—No hables al llegar—me dice María. La entrada cuesta menos si eres estudiante.
Caminamos por las escaleras de madera y llegamos al lugar. Ella se queda sobre unas rocas y yo me dispongo  a nadar en las piscinas naturales con la pantaloneta que dejó algún turista en un hotel de Potosí.

Algunas personas se están lanzando y de forma tácita me invitan a intentarlo. Llego hasta al borde viendo la mansa plancha de agua que me aguarda. Sobre la roca un vértigo inoportuno me abraza y la falta de osadía me retiene. Una voz valiente me advierte que me lance lejos de las rocas y sin quedarse en la advertencia se lanza mostrándome con el ejemplo lo que debo hacer.

Analizo la ejecución del salto mientras evito los pensamientos de partirme el cráneo. María me alienta con las manos en alto. Otro chico se lanza sin preámbulos ni absurdas meditaciones, perfora el agua, pasa el tiempo, emerge.

Respiro profundo y me arrojo al vacío, pocos metros comparados con los tantos kilómetros que ya he recorrido. La gravedad me convierte en su presa, me empuja abajo, acelera mi masa, aumenta mi momento lineal. He caminado desde un pueblo a otro, kilómetros enteros llevando el peso de la mochila en los hombros, tome la siesta al lado de la carretera sobre pasto pero nada de ello tuvo la adrenalina de la caída libre, breve pero contundente. Mi cuerpo atraviesa el agua como la aguja al brazo, desacelero, la fuerza boyante toma el control, toco el suelo, salto, emerjo y con el agua cubriéndome la cara grito: “otra vez”.

Estos pequeños momentos de locura extrema, del límite de mis capacidades son la chispa de la bujía que mantiene en movimiento el enorme motor de todos los actos que llevo a cabo día a día.
Una intensa lluvia nos obliga a esperar antes de poder emprender nuestro viaje de regreso sobre las tierras coloradas húmedas. Escampa y volvemos.

María y yo esperando que la lluvia escampe.

Esa noche nos visita un amigo de María. Me duele el oído y le preguntó a María si tiene alguna pastilla.

—Con alcohol se cura—me recomienda el amigo.

—¿Cuál alcohol? ¿Cerveza o algo más fuerte?

—El de las heridas. Échalo en la oreja, cuando oigas el reventar de una burbuja, giras la cabeza.

—¿Seguro?

—Sí, es muy efectivo.

Si él lo dice, ha de ser cierto. Me quedó ardiendo el oído por tres días.   



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