Descenso Divino.


Esta letra muerta e indolente con las uñas clavadas en las teclas no usa apelativos subordinados a la razón. Se envuelve en sus desquiciadas emociones para sucumbir por sí misma en irreverente pena. Su condena a existir la tiene clavada con tinta aguada cuyas comas se confunden con las diéresis yuxtapuestas en firmas extravagantes de cheques al proveedor.  El Olimpo preso en histeria con los dioses apurando el exilio entre la burocracia divina, visten su oropel almidonado para poder subir al bus de los desposeídos. Se oye un galope incansable atravesando las fronteras fantasmas de los hombres, elementos desechables de la historia en la mayor de las ocasiones donde se fusionan con tierra y pan y una placa los recuerda. Hay otros menos afortunados cuyos nombres se repiten constantemente en avenidas, plazas, libros, monumentos, canciones y peor cuando tienen su propio día haciendo de su sueño eterno una pesadilla.

Entre ellos que se empujan al pasar o se adelantan en la fila, hay uno de mis viejos amigos, un sempiterno ser de luz cuyo rostro empieza a perder intensidad por el tiraje de la estrellas fritas a doble vuelta. Ahí, junto a mí en el asiento, designado por la verbigracia del señor conductor quien insulta a una vida condenada a las hemorroides. Nos mira desde el retrovisor antes de iniciar el descenso y desde la ventana veo como se empiezan a cerrar las murallas. Huyen despavoridos en estampidas para vaciar las tablas abarrotadas con cilantro, limón, papaya, irrumpen al desespero de alcanzar su tajada, de que coman los míos y el resto que se joda con el pánico colectivo en cada pisada y sacan de sus bolsillos lo que pueden para poder sobrevivir con su tribu una semana. Mas al fondo las filas interminables aglutinados en una ventanilla, dos dólares diarios es mejor que un estomago vacío que luego será un estomago vacío con dos dólares diarios divididos en acreedores.

Los veo recorrer las calles ahora, de nuevo, como en los setenta, como en octubre como siempre, oficiales de la muerte con licencia para agredir en nombre de la autoridad. Dotados de perdigones, de pimienta y de impunidad ¡bendita sea la patria que los ostenta! ¡Benditos ellos que acuden al llamado de defender la tierra de las compañías para que legiones extranjeras puedan proveerse sin problemas! ¡Benditos héroes de la historia! ¡Raptores al por mayor! ¡Bendita sea esa patria! Esclavos de la jerarquía mientras que la alta cúpula, teta con codo, nalga con lengua, en una ensalada de partes obscenas, de minúsculo interés se inflan los cerditos debajo de su reluciente chaleco tejido en traiciones y dictaduras alimentando a sus hijos con toletes de última generación para mejor agredir a cualquiera que se quiera revelar.

El chofer pone la radio, el calor nos empieza a sofocar, mi amigo duerme sin ánimos, las rodillas se me acalambran y la música, otra hija de la oportunidad, de pronto se ve interrumpida por una opulenta voz cuyos hilos, como si fuera tejidos por un carnicero, exalta lo absurdo entre aplausos de otros mismos, de esos nadas con títulos de la oportunidad, jugadores de medio tiempo, sabidos de improvisación que se hicieron de un nombre ahora llevan el timón, el naufragio se escupe en murmullos desde las filas posteriores. Las matemáticas también se han regalado mientras blancas palomas hablan en lenguas muertas y subrayadas, algunos de rodillas se inspiran aunque no entiendan nada, las paloma los libra, los calma pero después de idas la palomas, en salas siguen cayendo las palpitaciones.

El bus se detiene de urgencia, alguien no ha parado de ver. Tiene la frente envuelta en aserrín y ríe. Al rescate llegan las batas con rostros corroídos, desfigurados, la primera línea será la última. Números rojos a sus espaldas y la radio, entre el agua que empieza a presionar las ventanas se deleita con ostentosas confesiones porque no se necesitan camas en las salas de los hospitales y no se necesitan hospitales en las ciudades. La protección es cosa de astronautas, de héroes nacionales no de simples batas blancas.

El camino se hace fangoso y las llamadas a la corte del divino derecho han quedado fuera de servicio. Los pasos fatigantes asolan el destino de un viaje perecedero. Mi amigo se hecha al dolor y prefiere quedarse echado, allí entre lúgubres ventanas que ven hacia dentro, sobre asfalto para poder ver el cielo desangrándose y la lluvia fétida haga consigo un montón de alas para las moscas que olvidó el invierno.

Las ramas de curar a un dios desvanecido ya no existen en el bosque. Hubo que invertir en otras falencias como pagar la deuda con el infierno. Se recortaron hasta las hojas de los helechos y de los montes para que la cura se sembrase por algún terrateniente al otro lado del río. Se va para otro cielo, un cielo de pena y angustia, un cielo anónimo de cenizas esparcidas por los campos. Debe irse en vuelo directo con sus vestidos rasgados. Se fue sin despedirse de nadie.

Las cárceles gritan que rectifiquen pues ellos si desean escapar. Se han confundido los papeles y el chofer con gangrena en la garganta, también se va. La salvación nos pide impuestos condonados porque somos dioses y eso nos exime de la responsabilidad. Así como las reses son sacrificadas en número entero, así los cuerpos llenan los nichos de pura curiosidad.

Llegan los convoys al auxilio y nuestro salvador desaparece llevándose nuestras pertenencias. Nos tratan como ellos, como raza en decadencia y entre paredes de ladrillos miopes nos extinguen la libertad. Los días nos quitan nuestros beneficios, de nada sirve estar en todas partes cuando no se puede estar en ningún lado. La memoria, pergamino imborrable en la mente de los dioses, nos acusa en nuestro asueto porque vemos las manos largas que vacían nuestros bolsillos cuando en el olimpo también se pagaba impuestos y ahora, como costales de carne y ropa, nos han desvalido de nuestra propia existencia.

Junto a mí se sienta otro amigo, descalzo con los cayos cortados, la camisa está hecha de harapos con nombres sin sentido y su pantalón lo sostiene una soga imaginaria. Los pocos dientes que le quedan le dan una sonrisa simpática. Enciende una vela que fuma con esperma y llora.

No sabemos nada, nada de nosotros mismos y mira que hasta el nombre fue sacado en una raspadita. Arraigado de drama y paradoja desde que esos trece cruzaron esa línea en la isla de Gallo. Nos olvidamos de cuando este apuñaló por la espalda una y otra vez, de vez en cuando como excusa y de vez en medio como una justificación. No sabemos ni que pasó la semana pasada, mucho menos vamos saber algo relevante entre tantas latas pegadas a los picos de botella.

Hormigas hijas de alguien más escalan mi espalda y cuando orino negro, enseguida vienen con picos y palas para hacerme la circuncisión. Hay unos en mis hombros, esos son como gusanos de malvaviscos con lascivas dulces que se confunden con la hiel de los que habitan allá por los zapatos. Aunque surquen mi nalga o enciendan mi pecho, viven en mí, en un mismo lugar solo cambiando la extensión. Lo hacen una y otra vez, me cortan la cabeza para ponerme otra, unas veces hueca, en otras con una gran sonrisa pero con el tiempo me acostumbré a que solo fuera una cabeza.
El hombre encoje como un caracol y se va lentamente lamiendo botas cada tantos años.

Nos sacuden otra vez. Hablan que podemos tomar otro bus en la mañana. Cada dios hace su cama con cintillos y ligas marfiladas. Nos sacan de noche entre tumultos. Los valores han caducado y otro boleto en la reventa. El agua, la comida y el aire los venden por separados y hay que adelantar la garantía de dos eternidades. Ya perdimos la fe desde que nuestro paraíso fue embargado por un consorcio celestial. Hemos tenido que migrar a otro establo y nada de lo que tuvimos ahora vale. Nos acomodan como quieren y una mano invisible vigila que hayamos dormido. No nos alcanza la vida para soportar estas paredes blandas.

Arriba nos dejamos de preocupar y caímos en banales compromisos. Ahora esperando el turno para el baño, veo que aunque envejezcan los cielos y desaparezcan los cerros, las barbas nos seguirán creciendo.

Texto por: Somniator.
Imagen: Cristo de San Juan de Jesús (Salvador Dalí)

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